Los inviernos suelen ser la más inspiradora de las estaciones para mí. Con frecuencia, mis mejores ideas, mis logros más queridos, y mis metas mas apreciadas, las he desarrollado en invierno (o en otoño). Tengo una rara conexión con el frío que me hace bien, como si el ambiente fresco hiciera brotar mi calor propio. Pero nada, nada, podía prepararme para el fuego que en mí se despertó en el invierno del 2019. No había manera de saber que algo que me era desconocido, se iba convertir en la pasión más grande de mi vida.

Soy un buscador. Siempre, casi siempre, estoy buscando algo. A veces no sé qué busco, pero sí sé qué sensación quiero que me despierte eso que busco. En ese invierno, mi búsqueda era parte de un todo en mi vida.

Me había mudado a una de las urbes más grandes del mundo hacía unos pocos meses. Apenas me estaba acostumbrando a mi casa y a mi nuevo trabajo, y añoraba ese sentimiento de estar en casa, de sentir que la gran metrópolis era mía y yo de ella…

Desde que tengo memoria, hay en mí una natural curiosidad por la cultura nipona, por la vida en Japón, por la tradición japonesa, la música, la moda, la historia, la manera en que los japoneses entienden el mundo. Casi siempre he resumido eso en solo dos palabras: disciplina y valores.

Con mis renovadas ganas de buscar, inmerso en ese océano de cambios, aquello que me apasionó toda la vida me pareció un gran punto de partida y, aunque no sabía exactamente por qué, algo me decía que ese camino era el correcto. Y si hay un lugar japonés por excelencia en la ciudad de Buenos Aires, es el Jardín Japonés.

Fui un día cualquiera, a una hora cualquiera, no planee nada, pero allí se produjo la magia, allí estuve en el momento que debía estar. Y si fue casualidad o causalidad, se lo reservo al universo (aunque no creo que las casualidades sean tan probables en esta vida…)

Soy un buscador. Siempre, casi siempre, estoy buscando algo. A veces no sé qué busco, pero sí sé qué sensación quiero que me despierte eso que busco.

Ya desde la fila donde estaba parado previo a entrar al jardín, en esa nublada y húmeda casi londinense tarde porteña de junio, se escuchaba un estruendoso sonido de tambores que me hacían latir rápidamente el corazón. Era fuerte, potente, poderoso, sonaba tan real y autentico, que parecía como si sonara dentro de mi cabeza a pesar de estar en el extensísimo parque 3 de Febrero. A pesar del bullicio del los autos en la siempre viva avenida del Libertador, esos tambores sonaban como si estuvieran justo sobre mi pecho. Para mi decepción inmediata, dejaron de sonar al poco tiempo. Una voz anunció que el show terminó y a mí, aun me separaban unos 25 metros de la entrada.

 

Jardín Japonés – Buenos Aires, Argentina

Y he aquí una prueba más que me hace no creer demasiado en las casualidades: había un segundo show.

Ya dentro del jardín, y expectante por saber qué me había provocado ese sentimiento, vi un grupo de unas 10 personas, envueltas en ropas tradicionales, encaminándose hacia el escenario principal con unos tambores rarísimos y enormes que jamás había visto en mi vida. Advirtiendo el inicio del show, me reserve un lugar en la parte más alta del mirador del jardín donde tenía una gran panorámica del escenario. El show empezó, y ese, fue el preciso momento donde mi vida cambió para siempre.

No estoy exagerando. Todos los que me conocen saben que fue así. Quizá suena mal, pero me gusta decir que lo que recibí, fue un golpe de puño, una piña (como decimos acá) de frente en la cara, imprevisto, completamente desestabilizador. Una sacudida al cuerpo y al alma. A medida que esos raros tamborcitos levantaban el volumen, al ritmo de los movimientos coordinados y espectaculares de los ejecutantes, sentía como la baranda debajo de mis manos temblaba con la potencia, una potencia que me envolvió y me produjo ese fuego interno que no sabía que buscaba, pero que encontré. 

Me envolvió por los oídos, por la sensación del cuerpo, por la vibración, por el sonido bello, potente, coordinado y hermoso en todas las formas posibles. Empecé a notar los detalles. Todos tocaban descalzos. Recuerdo que eso me llamó mucho la atención, sentí que era algo “muy japonés”. Los movimientos eran una gran coreografía, pero no era baile, era algo que mostraba determinación, pasión, seguridad, rudeza, y todo, con el delicado sentimiento de la música que se toca. Todo ese conjunto me transmitió una enorme sensación de disciplina, pero no de disciplina impuesta, sino de disciplina propia, de cada uno de los ejecutantes. Cada uno de ellos era uno con su instrumento y, a la vez, uno con todo el grupo.

Eso, fuera lo que fuera que estaba viendo, tenía todo eso. Tenía mucho más, y aun no había visto ni 15 segundos de show.

En ese momento una sola cosa ya pasaba por mi cabeza… “yo quiero ser parte, quiero hacer eso”.

Ya no recuerdo exactamente cuantas canciones fueron, quizá dos, y el presentador del jardín anunció al grupo y presento el show de “tambores tradicionales japoneses, taiko”. Me apuré a sacar el teléfono y abrir el block de notas y anoté “taico”, para no olvidarlo. En ese momento una sola cosa ya pasaba por mi cabeza: “yo quiero ser parte, quiero hacer eso”.

Y he aquí una verdad incómoda: en el fondo, no me sentía capaz de hacerlo. Y ese es, creo yo, el primer cambio que Taiko logró en mi vida. El fuego que me provocó dentro escucharlo, y verlo es tan intenso, que a pesar de no creerme capaz, decidí intentarlo igual. Y no soy una persona que lidie demasiado bien con el fracaso en general, por eso hubiera sido más fácil jugar a lo seguro. Pero seguridad era lo que menos tenía. Lo que había (y hay) adentro era distinto: era fuerza, eran ganas, era pasión, era curiosidad. Los días pasaban y todo eso seguía ahí. Volví a la galería de mi teléfono una y otra vez para ver ese único vídeo que atiné a grabar aquella tarde, y cada nueva visión era un empujoncito más que me decía “¡DALE!, ¡Jugátela pibe!

(…) Quería ser como esas personas que había visto… y sobre todo quería algún día, tocando yo, poder despertar en otra persona lo mismo que se despertó en mí cuando estuve en el Jardín

Así, pasada una semana del show, comenzó mi nueva búsqueda. Esta vez sabiendo exactamente qué buscaba: quería ingresar a tocar taiko en una escuela, quería aprenderlo, quería poder sentir nuevamente el latido de los tambores, quería ser como esas personas que había visto… y sobre todo quería algún día, tocando yo, poder despertar en otra persona lo mismo que se despertó en mí cuando estuve en el Jardín

Y lo más maravilloso de todo, y eso lo sé hoy, es que ese sueño es un motor todos los días cada vez que agarro un bachi, porque si pasa o no, es probable que nunca lo sepa, y aunque lo supiera, solo sería un paso más de este viaje…

Aquel miércoles de agosto del 2019 consumé la primera meta. Allí estaba por tener mi primera clase de taiko.

Continuar Parte 2: Cómo influenció en mi vida

Martín Fimpel
Miembro oficial de Zendaiko

 

3 Comments

  1. Que buena descripción…pero lo más importante es el poder insistir en las búsquedas personales…todo se puede solo hay que desearlo y ser maleable para que eso que se encuentra crezca en uno…. bravo Martín!!!

  2. Ese puño, esa patada al pecho, es latido… y pega porque es latido de vida, de naturaleza, de fuerza, de nuestra madre tierra. Y ese latido nos llama, nos convoca y nos une alrededor de los tambores al igual que una tribu lo hace alrededor del fuego. Esas búsquedas personales nos permiten encontrarnos en la vida con otras personas que también tienen sus búsquedas personales, y ahí lo individual se hace colectivo, y las búsquedas y los sueños se vuelven grupales, y como resultado una tribu, una familia musical…

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